Mundo Brujo

21 jun 2011


Revolver

Tres. Tres centímetros de espacio vacío. Una cama de dos plazas ocupa todo el cuarto. El quería y no quería soñar, las contradicciones de sus ideas daban círculos, como dos palomas, volando, de un lado al otro de su cabeza. Una de esas ideas, era el deseo de matar a alguien, la otra, el deseo de comer, una enorme ensalada rusa, acompañado de Simonette. Se acordaba de lo que le había dicho un año atrás, Herón a Simonette, cuando iban caminando por uno de esos callejones negros de amor, le había quedado una sensación de que todo era un chantaje.

El intuía que Simonette no lo quería más, y que en cualquier instante, se escaparía con otro hombre, y ese otro hombre, era Herón, porque él no era un fracasado, ni un miserable, como yo. Herón, venia de una familia burguesa de mucho dinero, vivía de las rentas y de una herencia que le había dejado su abuela, tenía el mañana asegurado. Yo, en cambio, no soy nadie, no termine la primaria, ni tengo un mañana asegurado, ni un nombre que quede grabado, en el recuerdo, de alguna criatura brillante de belleza. Mi nombre es seco, frio, como el engranaje de un reloj. Somerio, ese es mi nombre, pero me llaman Somer, porque dicen que me parezco a un inventor de mil seiscientos y pico, que se llamaba algo así como Edward Somerset.

Lo tenía todo calculado, iría a la casa de mi tío Laurencio, me tomaría un par de mates con él, después de escucharlo hablar como disco rayado, sobre los acontecimientos de la revolución rusa, sus ciudades y fechas, donde habían ocurrido hechos grandiosos y excitantes, que a mi, sinceramente no me importaban. Después de escuchar todo eso, debería esperar a que su corazón, empiece a bombear como una maquina pesada, hasta que su sístole y diástole, le produzcan el sueño perfecto, con el recurrente hilo de baba que le caería durante unos breves segundos, de una de sus comisuras, de su boca reseca, hasta su clavícula. Luego de observar todo dicho proceso, que formaba parte de la vida de tío Laurencio, me dirigiría al living, donde en uno, de los trece cajones, de su mueble de algarrobo, escondía sus armas.Estaba seguro de que las guardaba en el quinto cajón, corrí hacia él, lo abrí, con la autentica expresión de la audacia y le robe ese revolver que tanto deseaba.

Somerio, pensaba para si mismo, en silencio, “Ahora, solo me queda ir, a la aristócrata casa de Herón”. Pero en el trayecto del camino, precisamente cuando estaba cruzando el bosque, tuve una sensación extraña, detrás de mis omoplatos, como si me crecieran de repente, un par de alas blancas. Deteniéndome en la acción de caminar, me hacían volar al ras de la tierra, llevándome a un paraíso extraño, parecía ser el Congo Belga, del que me había hablado, tantas veces, mi tío Laurencio, cuando de joven tuvo que ir con una milicia revolucionaria; y con Simonette lo escuchábamos con una atención tan real y hermosa, que generaba una distancia misteriosa entre los tres, creando tres centímetros de espacio vacío, de distancia, entre cada uno de nosotros. Ahora me sentía cada vez más lejos de la tierra, de aquel pedacito de luz, que me había sido regalado.

Una distancia misteriosamente cruel, me alejaba del deseo de comer, una enorme ensalada rusa, acompañado de Simonette, de mis sueños, de la tierra que había sido mi paraíso.

Memorias de Somerio. (palabras 583)

Monilu/Lucia Rios

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